CAPERUCITA ROJA
04/2010

Caperucita salió, por encargo de su madre, cargada con la cesta a rebosar de pasteles que llevaba a casa de su abuelita, que vivía al otro lado del bosque. La madre de Caperucita, con todo su rostro, le había advertido antes de salir que tuviera cuidado con el lobo que habitaba por los alrededores. Porque, sí: se ha de tener rostro. ¿Qué clase de madre desnaturalizada envía a su hija de corta edad a cruzar un bosque, y más sabiendo que hay lobos en él? Pues esta señora, a la que la vida de su hija le importaba, gramo más gramo menos, lo mismo que la vida de Hansel y Gretel a sus progenitores.
La cuestión es que para la morada de su anciana abuela se dirigió, canturreando feliz e inconsciente, la buena de Caperucita. Transcurrido un trecho, le salió al encuentro, tal y como le había pronosticado la impresentable de su madre, el lobo. Caperucita se quedó inmóvil, incapaz de reaccionar ante la visión de aquella bestia y su bestial dentadura. Pero más paralizada y sorprendida quedó todavía cuando escuchó salir de la boca de aquel bicho las siguientes palabras:
–¿Adónde vas, Caperucita?
–Jodeeer... –fue todo lo que la cría fue capaz de articular.
La niña, atónita, no podía creer lo que estaba sucediendo. Porque, primero: ¿cómo sabía aquel animal su nombre? Segundo: ¿a él que coño le importaba hacia dónde se dirigía? Pero tercero y más importante: ¿desde cuándo hablaban los lobos?
–¿Se te ha comido la lengua el gato? –volvió a insistir el lobo ofreciendo la mejor de sus sonrisas a una Caperucita que, por supuesto, se mostraba aterrorizada al observar aquella afilada y amenazante dentadura.
–A casa de mi abuelita –respondió tímida y temblorosamente Caperucita, sin saber muy bien qué hacer o qué decir.
–Pues nada, que vaya bien... Yo sigo con mi paseo matutino. Da recuerdos.
Caperucita recordó las palabras de su madre y pensó que quizás había exagerado un poco. Al fin y al cabo, aquel lobo no parecía mal tipo y ni siquiera había hecho el más mínimo amago de atacarla. ¡Cuán equivocada estaba la dulce e ingenua niña! El lobo, cuya intención era comerse de buenas a primeras a Caperucita, vio que aquel día podría tener doble ración y agarró un atajo hasta la casa de la abuelita. Allí, aquel lobo, que aparte de hablar parecía poseer innumerables y atípicas cualidades, llamó a la puerta y la abuela, de natural confiada, la abrió pensando que era Caperucita. La pobre mujer fue devorada en escasos segundos.
El lobo, que apenas había matado el gusanillo con aquella anciana que era todo huesos y pellejos, se vistió –en otra extraordinaria demostración de destreza inédita en su especie– con ropas de la abuela y se introdujo en la cama a esperar a Caperucita. Ésta llegó al poco rato y, tras golpear la puerta con suavidad, se introdujo en la morada de su malograda abuela. Viendo un bulto en la cama, se dirigió hasta allí.
–¡Ya he llegado, abuelita!
–No chilles, cariño, que ya te oigo –contestó el lobo imitando la voz de la vieja en el enésimo alarde impropio del día.
Fue entonces cuando Caperucita, todo reflejos y sagacidad, empezó a notar algo extraño:
–Abuelita, qué ojos más grandes tienes...
Sólo habían dos explicaciones para aquello: o Caperucita era cegata como Rompetechos o el aspecto habitual de su abuela dejaba bastante que desear.
–Son para verte mejor –dijo el lobo en una exhibición de cinismo.
Pero Caperucita no acababa de estar convencida:
–Y, abuelita, qué orejas más grandes tienes...
–Son para oírte mejor –aclaró el lobo, que se acercaba más y más a Caperucita.
Pero a Caperucita no se la daban con queso tan fácilmente, así que insistió:
–Ya... ¿Y esa boca?; ¿qué pasa con esa boca?
–¡Es para comerte mejor! –saltó incapaz ya de controlarse el lobo, que se abalanzó sobre la niña para devorarla.
Y la devoró, ciertamente, pero un par de lugareños que por los alrededores se encontraban escucharon los gritos y se dirigieron hacia la casa de la abuela. Allí se encontraron al lobo al que, aparte de las cualidades anteriormente expuestas, resulta que también le gustaba dormir en camas, que es donde se lo encontraron digiriendo a las malogradas protagonistas de este sangriento y gore relato. ¿Y qué hicieron estos dos personajes? “Matar al lobo, ¿no?”, pensaréis como personas razonables que sois. Pues no, porque eso hubiera sido demasiado fácil, normal y simple para el campeón que se inventó este cuento. Dios sabe por qué clase de inspiración divina, pero a los lugareños no ser les ocurrió otra cosa que abrir la panza del lobo, que tenía un sueño tan profundo que ni notaba que le estaban abriendo en canal. Y, ¡oh, sorpresa, oh, destino!, de las entrañas del animal salieron, enteras y coleando, Caperucita y su abuela. Que ya os imaginaréis el susto que se llevaron los dos hombres cuando de entre las vísceras al aire del lobo emergieron tan ricamente dos mujeres sacudiéndose la sangre de los ropajes intactos como si lo hicieran cotidianamente.
Supongo que imaginaréis que aquí viene el “vivieron felices y comieron perdices” habitual, pero nuevamente os equivocáis. Porque, en un retorcimiento rayando en la demencia, los lugareños, absolutamente enajenados, en lugar de dejar desangrar por ahí al lobo como hubiera sido lo normal, lo que hicieron fue llenarle el estómago de piedras y después coserle. ¿Para qué? Para que, al levantarse, y obviando la cicatriz supurante que le cruzaba de arriba a abajo, pensara que aún tenía a Caperucita y su abuela en el interior. Y, de nuevo, ¿para qué? Para que cuando, sediento por la brutal digestión, intentara beber en el río, cayera allí y muriera ahogado. ¿Se puede ser más retorcido?
Y mi reflexión, con, por supuesto, todo el respeto por los clásicos, es: ¿es éste un cuento para contarle a un niño antes de irse a dormir? Qué miedo, tú... ¿Qué clase de enfermo lo escribió? Con razón lo dejó sin firma
r.

LeandroAguirre©2010

 

 

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