VEGANNA

He conocido últimamente a una chica llamada Anna. Muy maja, muy agradable y muy buena persona ella. Y vegana. Hey, que no lo digo despectivamente ni nada, solo como información.
A mí, lo que coma la gente, cómo se vista o cómo se peine no podría importarme menos, la verdad. Oye, si alguien es feliz zampándose un bocadillo de berberechos con Nocilla, acelgas, huevo frito y pan con tomate, qué cojones me importa a mí, ¿no? Otra cosa es que ese alguien intentara obligarme a ingerir tal cosa, pero si no es el caso, a mí plim.
Anna, vegana por convicción ética, no solo es vegana, también tiene un restaurante vegano. Y, bueno, el par de veces que he ido a tomarme un café allí le he hecho las típicas coñitas con el tema (por cierto: los brebajes esos de avena, soja y tal no son leche, se ponga cómo se ponga quien se ponga, y los “cafés con leche” hechos con los susodichos tienen de café con leche lo que yo de vegano. Lo siento, pero alguien tenía que decirlo).
Yo qué sé… Por ejemplo, la primera vez le pregunté qué tenía en el menú aquel día y, tras explicármelo, le repregunté: “¿Y de comer qué tienes?”. “Qué cabrón”, fue su respuesta. O le pregunto gilipolleces como “¿Es azúcar vegano?” o “¿La música también es vegana?”. Insisto: gilipolleces. Por tocar la pera y por no estar callado, más que nada.
Pero, claro, si todo sigue su curso normal, algún día saldrá el tema y le tendré que decir en serio lo que pienso. ¿Y qué es lo que pienso? Pues, insistiendo en que cada uno coma lo que le dé la gana, pienso que veganos, vegetarianos y demás hierbas –nunca mejor dicho– han decidido unilateralmente un par de cosas que son como mínimo discutibles. Debatibles, digamos.
El primer asunto que han decidido por cuenta propia es que hay seres vivos de primera, que no merecen morir, y seres vivos de segunda, que sí lo merecen. Porque me gustaría recordar una cosa tan simple, básica y tonta como es que las lechugas y las algas son seres vivos, no cosas, ni objetos, ni muebles: seres vivos que nacen, crecen, se reproducen y mueren. En su caso, troceados en crudo sin ningún miramiento. El tofu lo ignoro, porque la ciencia aún no ha descubierto qué es exactamente ni de qué planeta viene, pero las lechugas y las algas son indiscutiblemente seres vivos y habría que preguntarles qué piensan de eso de que un cerdo tiene más derecho a la vida que ellas. A lo mejor, y solo digo a lo mejor, no están de acuerdo.
Alguien podría decirme: oye, Juntaletras, que los vegetales no tienen sistema nervioso y no sufren. ¿Y? Los animales a los que se les mata en un segundo con una descarga eléctrica tampoco sufren demasiado técnicamente hablando, así que como argumentación está algo cogida por los pelos. Hablamos del derecho a la vida de un ser vivo, que es de lo que se supone que se trata. Aparte de que los estudios sobre las plantas han avanzado mucho y, por ejemplo, está bastante demostrado que, sobre todo en situaciones de peligro, son capaces de comunicarse entre ellas. U, otro ejemplo, también está bastante demostrado que, en contra de lo que mucha gente piensa, si le pones música a una planta, a la planta ni fu ni fa, pero que si le pones el sonido de una oruga comiéndose una hoja, empieza a segregar defensas químicas.
¿Alguien es capaz de apostarse la vida de sus hijos contra la posibilidad de que algún día se demuestre que, efectivamente, las plantas sufren dolor cuando se las corta a cachitos con un cuchillo, se las mete en agua hirviendo o se las introduce en un horno? Yo no, y eso que ni tengo hijos. Pero por si acaso. Y, si tal cosa algún día sucede y se demuestra que los vegetales también sienten dolor, ¿qué van a comer vegetarianos y veganos? ¿Piedras?; ¿aire?; ¿nubes? Porque es de suponer que su ética intachable e impoluta les va a impedir engullir cualquier otra cosa llegado el momento.
El otro tema que los veganos y demás han decidido unilateralmente es que, igualmente, hay animales de primera y animales de segunda. Es decir: que los cerdos, los toros o las gallinas tienen derecho a la vida, y hay otro tipo de animales que tienen derecho a la vida, pero digamos que no tanto. Dicho de otra forma: tienen derecho a la vida, pero mientras no molesten.
Porque, vamos a ver, si a cualquiera de las personas que no comen animales por una cuestión ética le invadiera la cocina una legión de, por poner un ejemplo, cucarachas, ¿qué harían? ¿Les darían de comer para que las pobres criaturas no fallecieran por inanición? ¿Les montarían un aquapark para que no se aburrieran, pobres? ¿Las llevarían a un refugio para cucarachas abandonadas? Porque tan animal es una cucaracha como un cerdo, y tanto derecho a la vida tienen las ratas de alcantarilla y las ladillas como los perros y los gatos. ¿O quizás no?
Y es que si nos ponemos estrictos y escrupulositos, incluso el coronavirus que nos trae por la calle de la amargura es una criaturita con derecho a vivir, ¿no? ¿Le dejamos hacer a sus anchas o cómo va esto?
En fin… Hablando del coronavirus, he de agradecerle a Anna que, después de tres meses, me haya dado un motivo para juntar letras sobre algo diferente al puto bicho. Sí, el bicho ha acabado saliendo al final después de todo, pero al menos la cosa no está centrada en el bicho, que algo es algo.
Y me voy a comer un bocata de lomo o algo, que a mí hablar de estas cosas, no sé por qué, pero me da hambre. Es como cuando oyes sermones soporíferos sobre lo malo que es el tabaco, que te entran unas ganas repentinas y descomunales de fumar. Es así. Mecanismos mentales raros, supongo. Oye, hay otra gente que come tofu. Voluntariamente y sin extorsión o tortura de por medio, además. Cada cual con lo suyo.

LeandroAguirre©2020

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