La historia de hoy es un poco surrealista, la verdad. Resulta que había un grupo de jóvenes amiguetes noruegos comiendo en un McDonald’s, que aunque para algunos sea una tontoculez es lo más normal del mundo, y nunca mejor dicho lo de mundo. La cosa es que, no se sabe cómo porque en principio no iban bebidos ni nada, uno de los chavales, un tal Stian, fue convencido por el resto para que, como castigo por ser tan atractivo para las mujeres (???!!!), se tatuara en el brazo la factura de la comida de ese día en el McDonald’s (?????!!!!!). Pero no un pequeño tatuaje en un rincón invisible, no: un tatuaje enorme que, como podéis ver en la foto, ocupa todo el antebrazo.
En fin... Por partes... Que con esa pinta de Tintín avergonzado –habría que verle los mofletes después de correr o después de, perdón por lo soez, correrse– el tipo se vea a sí mismo como el Paul Newman de los buenos tiempos, ya es bastante tonto’lculo. Que además aceptes un castigo por ello, no tiene ni pies ni cabeza. Si además el castigo en cuestión es algo que va a durar toda la vida, como es el caso de un tatuaje, es que tragas con todo. Pero si ya el tatuaje es el que es, es que, definitivamente, eres indiscutiblemente el tonto’lculo del grupo y tus amigos se van a estar riendo de ti hasta el día que se mueran. Porque si fuera la factura de El Bulli, del Maxim’s o algo así aún tendría algún sentido, pero del McDonald’s...
Stian, lejos de arrepentirse, no cabe en sí de gozo con su flamante tatuaje y explica henchido de orgullo y satisfacción que nunca nadie llevará el mismo tatuaje que él, algo en lo que, las cosas como son, tiene toda la razón del mundo ya que casi nadie va haciendo semejantes tontoculeces por la vida. Porque tatuarse una mierda pinchada en un palo también sería súper original, pero, asombrosamente, nadie lo hace. Por algo será.
Y que conste que es pura especulación, pero nos apostamos lo que sea a que, además, Stian tuvo que pagar la comida, el tatuaje y la cama. Como si lo viéramos.