PROTAGONISTA: George W. Bush.

ÉPOCA: Una en la que Aznar ponía los pies encima de la mesa en la Casa Blanca.

MOMENTAZO: Los siglos XX y XXI tienen una cosa buena y una mala. La mala es que jamás llegó el ser humano a tan altas cotas de locura, la buena es que está todo documentadísimo. Es decir: uno puede imaginarse la llegada de Colón a América, lo pirado que estaba Calígula o a Juana de Arco ardiendo en la hoguera, pero la llegada de Armstrong a la Luna, lo pirado que estaba Hitler o el asesinato de Kennedy no tenemos que imaginarlo porque podemos verlo y escucharlo.
Del mismo modo, nos tenemos que imaginar, por ejemplo, la cara que debió poner Napoleón cuando se dio cuenta en Waterloo de que aquello se iba al carajo, pero no hace falta imaginarse la cara que puso Bush cuando le informaron de lo de las Torres Gemelas porque es la siguiente:

 

En fin, qué decir... Admito que eso me podría haber pasado a mí, pero es que a mí de entrada ya no se me ocurriría presentarme a presidir ni la comunidad de vecinos, no fuera caso que, a causa de mis decisiones, se derrumbase el edificio o algo. Pero es que ese señor paralizado era, se supone, el señor más importante y con más poder del planeta, con lo que la cosa tiene mucho más delito.
Eso sí: cuando el tipo se desparalizó montó un pitote que aún hoy en día dura y que no se sabe cómo acabará, así que, mirado desde todos los ángulos, lo mejor que podría haber pasado es que el hombre todavía continuara allí, con ‘Mi mascota la cabra’ entre las manos y con esa cara de pasmao que Dios le ha dado.
Y es que el alcoholismo está muy infravalorado. Me refiero a que si George W. Bush hubiera continuado bebiendo como un cosaco jamás hubiera llegado a presidente y, aparte de que Aznar nunca hubiera puesto los pies en la mesa en la mismísima Casa Blanca, el mundo sería hoy un lugar mejor, sin duda. No mucho mejor, tampoco sobrevaloremos a los que no son Bush, pero sí algo mejor. O menos peor. O lo que sea.