El viejo y el mar

Esto va de un viejo pescador que hace tiempo que no pesca na’. Tan poco pesca, que su joven ayudante se ve, contra su voluntad, obligado a abandonarle porque sus padres, gente extraña, consideraban que del aire no se come. Un día, el anciano pescador sale como cada jornada con su pequeña barca a ver si hay más suerte y, efectivamente, un pez pica por fin el anzuelo. Pero no un pez cualquiera, no, sino un pedazo de pez enorme y descomunal.
Tras horas de tira y afloja con el bicho, el viejo marinero consigue hacerse finalmente con el pez, aunque éste es tan grande que no le cabe en la barca, por lo que decide amarrarlo al bote y remolcarlo hasta la costa. Pero, claro, no hay nada mejor que arrastrar un pez ensangrentado para atraer a los tiburones, y eso fue lo que sucedió: que, bocado a bocado, los Escuálidos se fueron zampando aquel banquete de sushi que tan graciosa, cómoda y espléndidamente se les estaba ofreciendo. Escuálidos, sí, pero no gilipollas.
Así que, cuando el viejo pescador llegó a la costa, del pez pescado quedaba sólo la cabeza, la raspa —una raspa impresionante, eso sí— y la cola, que se ve que es una parte del pez que a los tiburones no les gusta o algo. Aun así, el resto de pescadores supieron valorar el esfuerzo y el mérito de aquel hombre que no se rendía a las circunstancias. Que está muy bien, por supuesto, pero el tipo seguía sin tener nada que comer y no sé si los reconocimientos le consolaban demasiado.
De hecho, Hemingway no lo cuenta pero, después de aquello, el viejo se dedicó a plantar tomates y patatas porque, según decía, “hasta aquí no llegan los putos tiburones ni la puta madre que los parió”. Y además, añado, es un oficio menos peligroso porque es difícil ahogarse en un patatal. Y así es cómo aconteció todo.

LeandroAguirre©2013 (revisión 11/12/2014)

 

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