Drácula

Esto va de un conde que vive en su castillo en la remota Transilvania, un hombre muy pálido y muy raro que lleva una vida de lo más extraña también: mata a gente y se bebe su sangre, vive de noche y está como muerto de día, duerme y viaja en ataúdes, no se refleja en los espejos, no le puede dar el sol, no come nada sólido, no le gusta el fútbol… Raro, raro, raro, que diría Papuchi Iglesias.
Un día aparece en su castillo un joven inglés llamado Jonathan, un tipo lo suficientemente extraño también como para estar interesado en hacer negocios con alguien que vivía en los Cárpatos húngaros, es decir en el culo del mundo en el siglo XIX. Pero al conde lo único que le interesaba de Jonathan era su sangre para hacerse unos bloodymarys y no acabaron ni haciendo negocios ni haciendo buenas migas. De hecho, el conde encierra a Jonathan en el castillo, se mete en una caja y se envía a sí mismo a Londres por MRW con el objetivo de dejar seca de sangre a cuanta británica macizorra se cruzara en su camino, novia de Jonathan incluida.
La cosa es que Jonathan logra escaparse de su prisión y, una vez en Inglaterra, se une a otra serie de personas que no me apetece enumerar en la caza del conde Drácula, cuyo ritmo de consumo amenazaba con dejar en poco tiempo a Londres sin suministro de sangre dentro de los cuerpos de las personas humanas, las ratas, los políticos y otras especies animales. Acaban dando con él, claro, porque no había que ser ni Sherlock Holmes ni Adrian Monk para seguir los regueros de sangre y de cadáveres que iba dejando por toda la ciudad, aunque Drácula logra escaparse, meterse en una caja y enviarse de vuelta a Transilvania, esta vez con DHL porque hay que repartir la riqueza.
Pero Jonathan y sus compinches, gente tenaz, tozuda y, digámoslo todo, un pelín vengativa, hasta allí que se van para liquidar al vampiro. ¿Lo consiguen? Lamentablemente sí. Mientras uno le cortaba el cuello, el otro le clavaba una estaca en el corazón y el de más allá le meaba en las heridas para que le escociera. Un fallo imperdonable tal como yo lo veo por parte de Bram Stoker, que habiéndose inventado un personaje ideal que no se moría nunca y del que podía haber hecho lo menos veinte libros decide acabar con él en la primera entrega. Haber finiquitado al jodido Jonathan, hombre, que nadie se acuerda de él. La de sangre gratuita que nos hemos perdido, la verdad.

LeandroAguirre©2013 (Revisión 16/10/2014)

 

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