El señor de los anillos

Supongo que casi todos habéis visto las pelis, o al menos alguna de ellas, pero por si hay algún despistado os explicaré de qué va esta larguísima e imaginativa obra de Tolkien. Pues resulta que un mago en plan Merlín de nombre Gandalf le encarga a un hobbit —que es como una persona normal sólo que más bajita y con las orejas de murciélago— llamado Frodo que agarre un anillo y lo destruya en Mordor, que, aparte de estar literalmente en el culo del mundo, o más concretamente en el culo de la Tierra Media, es el lugar donde vive el malo malísimo de la historia, Sauron, que no queda muy claro si es un ente, una energía o qué, pero que desde luego no es alguien de carne y huesos. En las películas, concretamente, lo representan como una gran vagina psicodélica en llamas, lo que, curiosamente, no fue criticado por los colectivos feministas por machista y sexista.
La cuestión es que, asombrosamente, Frodo dice que sí y, durante el viaje, que inicia con sus amigos hobbits Merry y Pippin, suceden dos cosas principalmente. La primera, que van apareciendo seres de lo más curiosos: enanos, elfos, magos e incluso, en un alarde de imaginación por parte de Tolkien, un rey humano —de la especie humana, me refiero— bueno y noble que sólo mataba seres perversos y malvados y no elefantes inocentes. Todos ellos serán los encargados de despejarle el camino a los hobbits —que valientes eran, sí, pero que no tenían, pobres, ni media hostia— para que puedan cumplir su objetivo.
Lo segundo que pasa es que hay un montón de bichos igual de raros que los otros pero con una mala leche y una fuerza infinitas que tratan de recuperar el anillo que Frodo lleva colgado al cuello. Al cuello, sí, porque si se lo pone en el dedo suceden a su vez otras dos cosas, una buena y otra mala. La buena es que se volvía invisible, lo que, estaréis de acuerdo, es de lo más práctico cuando hay una docena de orcos que están a punto de atravesarte como a una aceituna. Pero como contrapartida, Sauron, el dueño del anillo, podía ver entonces dónde te encontrabas, lo que no era la mejor de las noticias.
Y, bueno, así es todo el rato: un montón de orcos, jinetes del apocalipsis y demás seres sin escrúpulos tratando de conseguir el anillo y el pobre Frodo escapando por los pelos y pasando más miedo que la familia de Jack Nicholson en El Resplandor. Hasta que aparece Gollum, un hobbit que anteriormente había poseído el anillo y que después de la experiencia se había convertido en un tipo raro, paranoico, con personalidad múltiple y bastante desagradable a la vista, al oído, al olfato y al tacto, que se ofrece a acompañar a los hobbits hasta las entrañas de la Bestia. Son finalmente Gollum y Frodo los que llegan al lugar en el que se fundió el anillo y en el que deben destruirlo, y el hobbit, tras deshacerse del bicho horripilante, que quería recuperar su tesoro, logra, luchando contra los elementos y contra su propia voluntad, echar el anillo al fuego destruyendo así a Sauron, a los orcos, a Mordor y a Toronto entero.
Al final viven felices y comen perdices, sí, pero a Frodo lo envían interno a un balneario para que se recupere de los traumas sufridos. Y es que quien nunca ha tenido a un orco a medio palmo de la cara no puede saber lo que es el miedo. Ni el miedo ni el mal aliento, claro, porque Tolkien los llamó orcos como los podía haber llamado cerdos, con todo el respeto hacia los gorrinos lo digo. Lo peligroso no era que te cortaran el cuello, en serio, era que te contagiaran algo. Qué falta de la más elemental higiene la de esos bichos, de verdad.

LeandroAguirre©2013 (revisión 18/09/2014)

 

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